Cocinando la soberanía alimentaria
Por Roberto Sánchez M.
A propósito del reciente debate sobre la gastronomía peruana, iniciado a partir de una crítica del escritor Iván Thays a la forma en que es promocionada la nueva novela “gastronómica” del publicista Gustavo Rodríguez, me parece pertinente introducir algunas observaciones sobre la dimensión política y social del tema, que muchas veces se soslaya por condimentos secundarios relacionados a gustos y disgustos particulares.
No voy a hablar de sabores y olores, ni sobre lo que me parece delicioso o lo que me indigesta. No tengo la menor intención de realizar una apreciación estética y/o de los efectos gastroenterológicos de un plato. Me interesa sobre todo destacar como un grupo de cocineros han desarrollado un discurso sobre la comida peruana que puede articularse al de la soberanía alimentaria que sostienen organizaciones campesinas alrededor del mundo.
La definición de soberanía alimentaría es relativamente nueva. Aparece por primera vez en las discusiones de la organización la Vía Campesina en 1996 como respuesta al discurso de las multinacionales sobre la importación/exportación de alimentos, de los monocultivos y los transgénicos como aparentes soluciones a la escasez de alimentos. En este contexto surge la soberanía alimentaria como una alternativa que defiende la producción local en pequeña escala y que respeta el modelo ecológico de las diferentes áreas cultivables.
“La soberanía alimentaria es el DERECHO de los países y los pueblos a definir sus propias políticas agrarias, de empleo, pesqueras, alimentarias y de tierra de forma que sean ecológica, social, económica y culturalmente apropiadas para ellos y sus circunstancias únicas. Esto incluye el verdadero derecho a la alimentación y a producir los alimentos, lo que significa que todos los pueblos tienen el derecho a una alimentación sana, nutritiva y culturalmente apropiada, y a la capacidad para mantenerse a sí mismos y a sus sociedades” (Vía Campesina, 2002).
Bajo esas premisas también se revaloran las cocinas locales frente a una pretendida estandarización internacional de los hábitos alimenticios globales. Como advierten Joao Pedro Stedile y Horacio Martins (2011), “la manipulación industrial para la oferta de alimentos con sabores, olores y apariencias similares a los naturales, sumados al aumento de la oligopolización de los controles corporativos de las cadenas productivas alimentarias, nos indican, entre otros factores, que inversamente a la construcción de soberanía alimentaria, se camina a una tiranía de la dieta, homogeneizada y manipulada, en búsqueda de altos lucros para las grandes corporaciones agroindustriales”.
Esta posición ha sido recogida por algunos gobiernos progresistas de América Latina. Precisamente, a mediados de enero, asistí a una reunión en la que investigadores sociales expusieron avances y limitaciones sobre políticas de soberanía alimentaria que se han venido implementando en Ecuador y Venezuela, con especial énfasis a partir del 2008 en que los países del ALBA realizan la primera cumbre presidencial sobre el tema.
Los estudios muestran que Ecuador y Venezuela han implementado una serie de macro políticas y normas legales a favor de los campesinos y de la biodiversidad. Por ejemplo, se ha prohibido los transgénicos, se ha realizado entrega de tierras a campesinos, se habla de promover los conocimientos ancestrales a la par de mejoras tecnológicas, entre otras medidas que poco a poco se han venido ejecutando a pesar que, por ejemplo, en el caso ecuatoriano chocan con los grandes exportadores de bananos, flores y camarones.
Sin embargo, a pesar de los avances en las políticas públicas a favor del pequeño productor del campo, los países mencionados poseen una débil política de promoción de los cultivos de sus campesinos y del extraordinario valor sociocultural y económico que puede tener la comida local. Esto hace que sus políticas agrarias no se articulen con el consumo cotidiano de las ciudades. Es más, actualmente el debate político sigue centrado en cómo transformar el agro pero no se profundiza en los incentivos para el cambio en los hábitos de los consumidores o lo que podría denominarse un giro cultural.
Luego de esta breve descripción que resume los principios de la soberanía alimentaria y de algunas políticas que en su nombre se han implementado en la región, vamos a comparar lo expuesto con lo que viene sucediendo en el Perú, un país donde no ha habido implementación de políticas progresistas y en el que predomina una receta económica neoliberal.
A mediados de los 90 surgió un grupo de cocineros peruanos que comenzaron a dar darle otra dimensión a la comida tradicional del país. Aparecieron una serie de fusiones, experimentos con ingredientes revalorados, deconstrucciones de recetas de la abuela. En la olla se mezclaron herencias: andina, criolla, negra, china, japonesa, italiana, etc. La ebullición de sabores y olores despertó rápidamente los paladares aletargados por un largo periodo de crisis en el que estuvo sumergido el país.
Una nueva generación lideró este movimiento que inicialmente algunos identificaron como cocina novo-andina y que ahora simplemente se generaliza como comida peruana. Estos restaurantes que comenzaron a surgir en los sectores más acomodados de la ciudad, pronto comenzaron a expandirse a otros barrios y ciudades del interior. Lo que inicialmente parecía una moda snob se fue transformando en un resurgimiento nacional de las diversas comidas regionales.
Los medios de comunicación comenzaron a prestar cada vez más atención a este fenómeno a través de la radio, televisión, periódicos y revistas. Es así que el 2003 uno de los cocineros más destacados, Gastón Acurio, llegó a conducir un programa de cable que se convirtió en una verdadera aventura culinaria. Acurio ha recorrido todas las calles de Lima, y gran parte del país, destacando la labor de centenares de cocineros, desde los mercados de barrio hasta los sitios más elegantes. En todos los casos resaltando aportes y peculiaridades que los hacen únicos. Gastón no solo diáloga con el otro sino que aprende del otro. Recoge lo mejor de las diversas cocinas que visita y lo recomienda por la televisión. Habiendo estudiado cocina en París no pretende enseñar o corregir, sino que celebra el conocimiento popular tan igual que el más refinado.
De esta forma Gastón Acurio ha logrado articular al gremio de cocineros del país en la Sociedad Peruana de Gastronomía. Pero este no es solo un club de cocineros ricos y famosos, que cada vez tienen más restaurantes por Latinoamérica y otras partes del mundo, sino que han desarrollado un discurso de inclusión social, de posibilidad de transformación del Perú a partir de una revolución alimentaria. Hablan de comercio justo, de preferencia por los productos orgánicos, de defensa de la biodiversidad. Se han comprado el pleito contra los transgénicos y junto a otros sectores sociales hicieron retroceder al gobierno de García en su intento de permitir el ingreso de semillas genéticamente modificadas.
Este grupo de chefs el año 2007 fundó la Escuela de Cocina de Pachacutec en una de las zonas más olvidadas de un arenal de Ventanilla. Desde el 2008 todos los años realizan la Feria Mistura donde reúnen, bajo un mismo techo, a carretillas de la calle con restaurantes de lujo. Definitivamente han logrado unir a los peruanos a través del sabor. Han encontrado en la comida un lenguaje perfecto para desarrollar lo que Ferran Adriá llama “la cocina como arma social”. En los colegios peruanos se ha introducido talleres de mini-chef como parte de su currícula complementaria de actividades artísticas. Se estima que unos 80 mil jóvenes se encuentran estudiando gastronomía en diversos institutos y universidades. En los últimos años se han publicado decenas de libros con diversas investigaciones sociales, culturales y económicas sobre el tema. Es decir, se está realizando una revolución silenciosa que sería muy difícil de lograr con la simple implementación de macro políticas públicas, sino que el motor de este cambio se encuentra en el reconocimiento social que valora la importancia de la comida peruana.
Así pues, vemos como el nacionalismo promovido por esta visión de la comida revindica la autodeterminación de los pueblos a sus propias políticas alimentarías y va mucho más allá, porque “la cocina no es pues sólo una seña de identidad de las culturas territoriales; es un factor en el que repercute hondamente todos los procesos políticos, y que aparece relacionado, y es un medio de lectura, de los conflictos de clases, de las luchas por el poder ( …), del choque de civilizaciones y de la transición de un sistema político a otro” (Letamendía, 2000).